Las lámparas en el Renacimiento
Italia
«Decir Renacimiento, es decir Italia.» Estas palabras, de Luis María Feduchi, que podemos leer en su
Historia del mueble, son una síntesis clara y elocuente de lo que el Renacimiento, nacido en Toscana
a mediados del siglo XV, significó para Italia.
Entre 1403 y 1424, Lorenzo Ghilbeti realizó en Florencia la más importante obra en bronce de la época
del Renacimiento. Se trata de las puertas del Baptisterio, obra que consagró a su autor como un excelente
fundidor y un magnífico escultor. Pero es a finales del siglo XV cuando el arte del bronce tomó en Italia
notoria importancia que había de caracterizarlo a través del tiempo. Los talleres del Norte, en particular
los de Venecia y Padua, gozaron de mucho prestigio y es allí donde fueron ejecutadas las mejores obras
de los grandes maestros fundidores de la época, especialmente Andrea Briosco, llamado «El Riccio»;
Aníbal Fontana, Juan de Bolonia y Andrea de Allessandro.
El Renacimiento italiano aporta una notable transformación en el diseño de lámparas y otros útiles
ornamentales que, inspirándose en los modelos de la antigüedad clásica, comienzan a darse a conocer.
Bebiendo siempre de las mencionadas fuentes, y de un neto estilo grecorromano, aparece entonces un
candelero de altar diferente en todo a los que había popularizado con su uso la Edad Media. Su estructura
era más racional y arquitectónica, como es de suponer, teniendo en cuenta las formas clásicas en las cuales
se inspiraba. Predominan en él las guirnaldas, hojas de acanto, querubines y estatuaria en general,
produciendo una acumulación tal vez demasiado intensa de motivos ornamentales, posiblemente excesivos
para la retina del hombre actual, pero que dan a estas realizaciones renacentistas una desbordante
riqueza, enteramente insospechada hasta entonces.
Fig. 1.- Gran candelero estilo Renacimiento italiano. Obra de «El Riccio». (Basílica de San Antonio, Padua)
Las dimensiones de estos candeleros son colosales. Algunos llegan a los cuatro metros de altura, cosa que
nos maravilla y sorprende, al constatar que algunos de ellos fueron realizados en plata. De los construidos
en bronce, el mejor ejemplar que conocemos, candelero de impresionante belleza, es el ejecutado por
«El Riccio», polifacético artista, como buen hijo de su tiempo que era. Este candelero magnífico, de forma
esbelta y llena de inspiración en los motivos romanos y helénicos mencionados, ostenta gran variedad de
elementos, en proporciones diversas y convencionales. Se conserva hoy en la Basílica de San Antonio de Padua (1).
También en la Cartuja de la misma ciudad podemos admirar gran número de candeleros del mismo tipo, todos
obra de Antonio Fontana. Y en el Museo de Barguello (Florencia) existe otro ejemplar semejante a los anteriores,
obra de Variocioli.
Del Renacimiento italiano hemos recibido también un importante legado de candeleros destinados al uso
doméstico, que forman una larga y variada serie de piezas valiosas en su misma simplicidad, pues ya se
supone que, por imperativo de la función a que fueron destinados, habían de ser ligeros, fáciles de
transportar y de tamaño más bien reducido. En el Museo Nacional de Florencia se halla una de estas piezas
que podemos tomar como prototipo. Data del siglo XVI y es lo que podríamos llamar el típico candelero de
la época, pues responde en todo a las características imperantes en el momento de su construcción.
Fig. 2.- Candelero Renacimiento italiano. (Museo Nacional de Florencia)
Lo sostienen tres patas de graciosa curvatura, muy directamente influenciadas de algunos conocidos candeleros
romanos. Sobre la unión de estas patas descansa una copa rematada en su parte alta por la virola. Este
candelero fue realizado en Padua, y más tarde sirvió de inspiración a los decoradores de Luis XIV (2).
La variedad de candeleros en la época que comentamos es notable. Y, contrastando con la uniformidad y
escasez de inspiración en los que les habían precedido, muchos de ellos aparecen decorados con figuras
escultóricas: dioses, sirenas, amorcillos y un sinfín de otros adornos que, decididamente, rebasan en su
ejecución la mera y simple meta utilitaria. Obras de artesanía que eran, en no pocas ocasiones, verdaderas
obras de arte.
El siglo XVI fue en Italia, más concretamente en Venecia, el siglo en que se dio a conocer un tipo de
candelero que rompió con todo lo anterior. El Renacimiento dejaba paso allí a un estilo completamente
distinto, al irrumpir por entonces la obra de ciertos orfebres árabes establecidos en dicha ciudad. Son,
pues, simples candeleros musulmanes, parecidos a los que ya describimos en el artículo dedicado a Oriente,
pero con algunas características diferenciales, fruto seguramente de una influencia sutil determinada por
el ambiente.
En ellos no es tan patente ya la preocupación por las formas geométricas que vemos en las piezas
genuinamente árabes, y su ornamentación suele ser, generalmente, más serena.
En cuanto a lámparas de las que hoy entendemos como tales, es decir, las ideadas para ser suspendidas del
techo, debemos decir que, en la Italia del Renacimiento, eran realmente escasas, muy especialmente las de
bronce. Tampoco era corriente el uso de candelabro, reduciéndose a candeleros de diversos tamaños y facturas
el sistema de iluminación más frecuente y conocido por aquellas fechas. Ello, no obstante, no quiere decir
que la lámpara colgante fuera entonces algo inexistente. De ellas se conservan, si no muchos, al menos sí
valiosos ejemplares.
En el Duomo de Pisa, por ejemplo, está la famosa lámpara llamada «de Galileo», realizada en 1584 por
Vicenzo Possanti y basada en un boceto de Battiste Lorenzi. La forman cuatro figuras de niño que descansan
sobre un aro. De éste parten doce pequeños brazos con su correspondiente platillo y virola para sujetar el
cirio, y de cada uno de estos brazos pende una lámpara de aceite, cuyo depósito debió ser, indudablemente,
de cristal. En la parte baja del aro, cuatro pletinas en forma de ese alargada, se unen a un platillo de
contextura sencilla, de donde parte el final de la lámpara. Las figuras sostienen con sus cabezas y manos
otro aro, en el cual se repite la combinación del aro inferior. Cuatro motivos en forma de esquís son, en
realidad, los que unen el aro superior con el inferior, ya que, ciertamente, la función de las figuras es
meramente decorativa. De la parte alta del aro superior salen unos tirantes cuadrados, vigorosos y con
acusado movimiento en su forma, tirantes que concluyen en lo alto con un mascarón a modo de voluta en la
parte baja. (Este elemento es el que repetirán más tarde, con tanta frecuencia, los diseñadores de Luis XIV.)
Son mascarones que sostienen un tercer aro, éste más pequeño, del cual parten otros ocho brazos de luz, con
sus correspondientes lámparas de aceite colgantes. El remate es una bola de sencilla ornamentación a la cual
se adhiere la anilla que sujeta al techo la lámpara (3).
Fig. 3.- Lámpara Renacimiento italiano, llamada «de Galileo». Obra de Vicenzo Possanti,
de un boceto de Battiste Lorenzi. Año 1584. (Catedral de Pisa.)
En el siglo XVI, los faroles colgantes, destinados a alumbrar vestíbulos y escaleras de las grandes
mansiones, pasaron de simples objetos funcionales a hermosos y ricos elementos decorativos. Su forma es
la misma del farol portátil, pero queda liberado de las exigencias de éste, ya que su tamaño y peso carecen
aquí de importancia, y el farol puede amoldarse a las proporciones del lugar en donde ha de ser colocado,
sin carecer por ello del motivo decorativo y ornamental oportunos.
La virola aparece en la época del Renacimiento como un refinamiento y un pequeño lujo, a la par que como
una necesidad. A nuevas formas, nuevos elementos constituyentes de las mismas. Hasta mediados del siglo XV,
la virola fue ignorada por innecesaria, ya que los cirios usados hasta entonces, groseros cilindros de sebo,
irregulares en grosor y poco cuidados en su ejecución, no necesitaban de este refinamiento. Para ellos
bastaba y era más útil el punzón, en donde quedaban sujetos, asegurando su firme permanencia, punzones
que partían del centro del platillo donde el cirio quedaba clavado. Desde el tiempo de los etruscos fue
así y ello hacía toda innovación innecesaria. Pero, en el Renacimiento, los italianos crearon el tipo de
cirio hecho de cera, más o menos delgado y de un torneado completamente regular, que permitió otro
adminículo que lo sostuviera, desterrando, con su aparición, los primitivos punzones. El nuevo cirio,
fabricado a molde, tuvo necesidad de la virola, con cuya aplicación queda enriquecida la pieza, pues,
como ya hemos dicho, se pudo hacer de una necesidad un adorno.
Francia
Francia, que fue de todos los países europeos el primero en adoptar el estilo Renacimiento, no lo
asimiló inmediatamente. Vino a instaurarlo unos ochenta años después de haber hecho éste eclosión
en Toscana, su genuina cuna. Carlos VIII y Luis XII fueron reyes que llevaron a Francia el nuevo
estilo (no tan nuevo ya en su país de origen), completando la instauración más tarde Francisco I
y Enrique II. Tales monarcas, ganados por la belleza del Renacimiento y reconociendo su indudable
interés, procuraron atraer hacia su corte a los grandes artistas italianos de la época. Así, Rosso
Rossi y Primaticio dirigieron la decoración de Fontainebleau y reunieron junto a sí un buen número
de artistas compatriotas. Sabido es que Cellini y el gran Leonardo trabajaron también para los reyes
de Francia.
El arquitecto Sebastián Serlio publicó un tratado del nuevo arte, que se difunde rápidamente por
todo el país, al mismo tiempo que Jacques D’Androvet Ducerceau publicaba sus Recuils de Modèles
d’Architecture, en el que asimilaba las formas italianas a través de una interpretación muy personal.
Este último trabajo ejerció durante mucho tiempo una influencia considerable en la arquitectura
y en las artes aplicadas de Francia.
Países Bajos
Por su parte, los orfebres de los Países Bajos y Norte de Alemania opusieron una tenaz resistencia
a toda posible influencia italianizante.
La lámpara gótica por ellos fabricada fue desprendiéndose, no obstante, de los motivos y formas
arquitectónicas que la caracterizaban, y el resultado fue una lámpara llena de sencillez y fina
elegancia. Su cuerpo central es generalmente liso, torneado, con una gran variedad de volúmenes que
le dan una determinada gracia, ensanchándose en la parte inferior para dar salida a los brazos.
Este cuerpo central o caña no estaba siempre carente de adornos.
Aclaremos que, en todas las lámparas colgantes, lisas o adornadas, la caña lleva como remate en su
parte alta y sosteniendo la anilla, figuras diversas. El águila bicéfala es uno de los motivos
predominantes, aunque también se emplearon en estos remates figuras de guerreros con su lanza,
imágenes de santos o la gracia alada de un ángel.
Cuando esta lámpara se enriquecía cubriendo sus partes lisas con algún adorno, esto se hacía
invariablemente con suma discreción. Los elementos eran sencillos y realizados, por lo general,
de una manera tosca. Los brazos eran largos, dado que la parte alta de la caña donde iban sujetos,
no muy ancha, obligaba a ello. Su forma de ese y su escaso diámetro de grosor daban gran finura
y elegancia a todo el conjunto (4-5).
Fig. 4.- Lámpara estilo Renacimiento. Escuela del Mosela. Mediados del siglo XVI.
(Museum Für Kunst und Gewerbe.)
Fig. 5.- Lámpara Renacimiento. Posiblemente de la escuela alemana. (Catedral de Lübeck.)
Siglo XVI. Modelo muy corriente en la España del Renacimiento.
Tanto los grandes candelabros dedicados al culto como los pequeños siguieron estas normas de
finura y sencillez, basándose en cuerpos lisos completamente torneados. No obstante, se hicieron
candeleros y candelabros de concepción distinta, que eran modelos evolucionados del gótico. Estos
candeleros estaban formados por una figura humana, cuyos brazos sostienen una virola; mientras en
los candelabros se buscaba un motivo que justificase la bifurcación de dos o más luces, generalmente
una rama o cualquier otro tema de tipo más bien agreste. Son trabajos realizados con mayor perfección
y realismo que los góticos en los cuales se inspiraban, cosa que pone de manifiesto el avance técnico
de las escuelas del Noreste europeo.
España
Habiendo sido España, indudablemente, el centro metalúrgico más importante del mundo y uno de los
países de la antigüedad que más cobre poseyó, no escaseando tampoco el estaño, se nos hace difícil
y extraño el hecho de que en ningún tiempo haya destacado como país eminentemente metalúrgico,
máxime cuando nuestra riqueza minera nos hizo entrar en contacto con los pueblos de más tradición
y prestigio en el arte del bronce.
Sabemos que en la época árabe se hicieron lámparas de gran valor. Hemos hablado ya de la existente
en el Museo Arqueológico de Madrid, procedente de la Alhambra, y de la importante aparición de seis
lámparas surgidas de entre las ruinas de la gran mezquita de Elvira.
La gran tradición de los orfebres judíos y árabes de Toledo y el prestigio que alcanzaron en la España
musulmana, repetimos, nos hace sospechar que de sus manos surgieran obras de algún mérito, siendo las
guerras y luchas producidas por los fanatismos religiosos lo que seguramente motivó el lamentable hecho
de que no pudieran llegar a nuestras manos.
Tenemos noticias de que, en la España cristiana, a fines de la Edad Media y ya en el Renacimiento,
se realizaron obras en bronce de diversa importancia. Juan Francés, en el año 1402, fundió una fuente
para el claustro de Guadalupe, y en el mismo edificio existe una de las más importantes obras de la
metalurgia medieval: se trata de los grandes bastimentos que componen las dos puertas de su fachada
principal.
El predominio de los Austrias de los Países Bajos y el oro de América hicieron posible grandes y
prolongadas importaciones a España de una enorme variedad de artículos de fabricación flamenca,
italiana y del norte de Alemania. No solamente se importaron pequeños objetos de comercio normal,
sino también piezas de gran importancia, como, por ejemplo, imágenes religiosas, muchas de ellas
de buen tamaño. Señalaremos esa finísima estatua de San Martín, fabricada en Flandes y colocada
sobre la puerta de la parroquia que lleva el nombre de este santo, en la Valencia de 1495. Es de
suponer, pues, que también se importaron lámparas y posiblemente de tipo laico en su mayoría. Las
de tipo religioso, o sea, las lámparas destinadas al culto —realizadas principalmente en metales
preciosos— es de imaginar serían reservadas en su mayoría a los artífices españoles.
De todas formas, las lámparas españolas del Renacimiento no tienen una característica propia, y
podríamos afirmar que las hechas en bronce se fabricaron escasamente en la España de la época.
Solamente en Andalucía, en Lucena de Córdoba, existía y existe todavía un centro metalúrgico que
se especializó en la fabricación de los famosísimos velones que, por otra parte, no pueden negar
su clarísima y evidente ascendencia flamenca.
También existieron pequeñas industrias caseras que fabricaron variados tipos de piezas para el
alumbrado, destinadas a diferentes usos domésticos. Eran lamparillas portátiles y apliques de
pared, algunos dispuestos para ambos usos. La más empleada entonces y por tanto más conocida era
una lámpara de tamaño reducido compuesta de un platillo en función de base, donde descansa una
columnilla torneada, al igual que lo está toda la lámpara. Dicha diminuta columna sostiene una
especie de copa que sirve para depósito de aceite y mecha. La pieza dispone de su graciosa tapadera
y de un asa que facilita con toda comodidad el transporte.
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de un boceto de Battiste Lorenzi. Año 1584. (Catedral de Pisa.)

(Museum Für Kunst und Gewerbe.)

Siglo XVI. Modelo muy corriente en la España del Renacimiento.
